martes, 5 de julio de 2011

Como ángeles...


¡Qué triste es este lugar…! Casas a medio construir, todas tienen esa característica. Como si hubieran estado en pleno trabajo, y de pronto alguien les hubiera interrumpido. Así lucen las construcciones tocachinas. Azotada por el terrorismo y el narcotráfico, la pequeña ciudad es conocida hasta hoy por las terribles cosas que les tocó vivir. La gente camina y no deja de mirarme. Han notado que no soy de aquí. Llegué ayer, y por la gracia de Dios encontré auspicio.
            Estoy hospedado en la casa de un pastor. El día en que acepté a Cristo a través del bautismo, el 10 de noviembre del 2001, me dieron la bienvenida con un cántico que entre varias cosas decía: “Bienvenido tú serás a la familia…” Jamás entendí a cabalidad, el valor de la hermandad en la iglesia, hasta hoy. Personas que jamás he conocido me acogen en su hogar como si yo fuese parte de su familia.
            A pesar de ello la melancolía invade mi ser de vez en cuando. Estoy listo para empezar la labor del colportaje. Será mi primera vez. Recuerdo nítidamente la vez que pregunté a un pastor: ¿Qué es el colportaje? El pastor con sonrisa entre sus labios me dijo: “es predicar a través de libros”. Pues bien, ahora estoy haciendo justamente eso, predicando a través de libros.
He intentado colportar a varias casas, y nada de nada. No soy bueno para las ventas, eso de seguro. Jamás fui de fácil palabra. Mi papá decía que a mí la “vergüenza me impedirá alcanzar mis objetivos”. Creo que es así.
Son más de medio día, y no he almorzado. No es que no tenga dinero, pero quiero vender al menos un libro o revista. ¡Qué dolor…! Mis pies piden descanso, creo que fue todo por ahora.
Camino a un parque para descansar no puedo evitar recordar a mi familia. Tantas veces no queriendo almorzar, negándome a sentarme a la mesa por jugar play station. Hoy todo es diferente. Ante mí pasa un joven con camisa blanca manga larga y pantalón negro, parece un testigo de Jehová. Me mira y me saluda amablemente. Nota que estoy llorando y se acerca para decirme: “No hay problema que Dios no pueda solucionar”. Se sienta a mi lado, y vuelve a hablar: “¿Deseas contarme lo que acontece en tu vida?”. ¡Oh no! Creo que es un testigo de Jehová… ¡Qué vergüenza…! Me armo de valor y le digo: “Soy misionero adventista, y soy novato en esto, extraño a mi familia, creo que ya pasará…”. Él me mira a los ojos y me dice: “Hacer la obra de Dios no es sencillo, pero experimentarás bendiciones extraordinarias, ya lo verás”. ¿Quién fue ese tipo que después de decirme esto se marcha sin mirar atrás? Quiero alcanzarlo, voltea la esquina y aunque lo busco no lo encuentro. ¿Habrá sido un ángel?
La mensajera de Dios dice: “Necesitamos comprender más plenamente la misión de los ángeles. Sería bueno recordar que cada verdadero hijo de Dios cuenta con la cooperación de los seres celestiales.  Ejércitos invisibles de luz y poder acompañan a los mansos y humildes que creen y aceptan las promesas de Dios; hay a la diestra de Dios querubines y serafines, y ángeles poderosos en fortaleza, "son todos espíritus administradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de salud." (Heb. 1: 14).”[1]
Son las cinco de la tarde, he visitado 23 casas, 15 me han aceptado conversar y nadie, absolutamente nadie me ha comprado ni una revista al menos. Por mi mente pasa un sin fin de cosas. Camino la avenida principal de la ciudad cuando de pronto una niña me dice: “¿No le da calor usar corbata en pleno sol?”. Le respondo: “Soy misionero, y así se visten los predicadores…” La niña me coge de la mano y me dice que vayamos a la casa de su abuelita, pues está muy enferma. La acompaño, llego a la casa precaria y la niña exclama con un llanto entre cortado: “Mamita, he traído al padrecito, él es misionero y predica, él va a orar para que te sanes”. La abuelita Rita, yace en una cama sucia, el olor no es agradable al ingresar a la habitación. La pobre anciana me dice: “Ore padrecito para que de una buena vez me muera o me sane”. Le pido que cierre sus ojos y que crea que Dios es el único que la sanará.
Después de orar, la niña me pide volver al día siguiente. Le prometo que así será. Camino en dirección a la casa pastoral, y no puedo olvidar el rostro de confianza y tranquilidad de las dos mujeres después de orar.
Pienso en qué diferente sería mi vida si ese tipo de confianza y fe me acompañaran a cada instante.
El día ha culminado, varios ángeles han impactado mi vida: El pastor y su esposa, el “Joven de camisa blanca” y la niña en busca de remedio para su anciana abuela. Los ángeles me han hecho sentir que no estoy solo, y que hay algo por hacer, soy un misionero.

Tocache 30 de noviembre del 2003

Pr. Heyssen J. Cordero Maraví


[1]Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles (Buenos Aires: ACES, 2005), 127.

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