Hace algunos años, un pastor ordenado (tenía
un cargo importante en la misión) me trató mal. Con palabras duras, y muchas de
ellas, fuera de lugar me lastimó en gran manera. No pensé que una boca que
bendecía podía expresar tanta maldición. Por algún tiempo viví con rencor.
Aunque días después me pidió perdón (imagino que después de su momento de ira y
cólera se dio cuenta de lo grave que había actuado) y yo acepté, en realidad no
lo hice. Ese día, al llegar a casa, lloré como pocas veces lo había hecho. No
dije nada a nadie, ni a mi esposa. No quería que sepa cómo actuó un pastor
ordenado. Yo era un pastor aspirante y debía supuestamente aprender de él.
Después de llorar y orar a Dios para que me ayude a perdonarle y a no sentir
rencor alguno con aquél pastor, le dije a Dios: "Señor, ayúdame a perdonar.
Y si algún día, permites que yo sea ordenado, te pido que jamás pueda actuar
como él con nadie. No quiero hacer llorar a nadie...".
Tiempo después, aquél pastor dejó de
tener el cargo importante, yo fui cambiado a otro campo y nos encontramos en un
desfile. Él estaba en un lugar muy lejos de la capital, estaba en una ciudad
pequeña y su hija y esposa estaba muy mal de salud (me enteré por sus
publicaciones en Facebook). Me miró con vergüenza. Fui y lo saludé: “Hola
pastor…”. Ese día lo perdoné. Lo perdoné no por pena, como puedes imaginar. Lo
perdoné porque entendí que somos humanos. Él y yo somos humanos. Le dije: “Pastor,
aquél día que me pidió perdón, yo no lo perdoné. Y ahora le pido perdón por
mentirle y decirle que sí. Yo viví mal hasta hoy. Que Dios nos ayude a ser
pastores según Su corazón”. Me sentí bien y en paz.
Hace un sábado que soy un pastor ordenado
al santo ministerio. Me impusieron las manos y oraron por mí. Ahora soy un
pastor ordenado por la gracia de Dios, y fue en ese desfile que me encontré con
aquél pastor ordenado que hace algunos años me trató mal. Estaba de vacaciones
y lo vi sentado entre la multitud. A la salida de la ceremonia lo vi y
avergonzado trató de esconderse de mi rostro. Fue ese día que lo saludé y le
pedí perdón porque cuando un día me pidió perdón por haberme tratado mal, en
realidad no lo hice.
El pastor ordenado al escuchar lo que
le dije, solo dijo: “Yo he estado muy mal después de aquél día. Sabía que no me
habías perdonado, porque cuando te pedí perdón, en realidad tampoco yo lo pedí
de corazón. Y esa carga de consciencia lo tuve por tanto tiempo hasta hoy. Y sé
que aunque recién fuiste ordenado como pastor, siempre fuiste un ungido de
Jehová para Dios, y yo me atreví a hacerte daño… Tristemente, pero lo hice”.
Nos abrazamos y él lloró.
La ordenación al ministerio es la
conformación del llamado que Dios le hizo al hombre desde antes que naciera, y que
la iglesia le da al misionero como parte de una orden eclesiástica. Aquél día
cuando me impusieron las manos y oraron por mí, sentí lo misericordioso que es
Dios conmigo, con un ser humano simple y débil. Algunas veces me dijeron “misionero”
para ubicarme supuestamente. Yo no era pastor (aunque la iglesia siempre me
llamó pastor como lo recomienda el Manual de Iglesia en la página 35), era
misionero en cambio. No pedimos ser llamados pastores (aunque es lindo y emocionante),
pero es la iglesia la que te llama pastor. Y te llama “pastor”, “mi pastor”, “nuestro
pastor”, “pastorcito”, etc… Alabado sea Dios.
Ya soy pastor ordenado. Pero valgan
verdades sigo siendo el mismo. Con un privilegio sí, pero con una más grande
responsabilidad. No es que ahora tengo más poder y que puedo hacer milagros
portentosos. Tal vez sí, tal vez no. Lo que sí es cierto es que quiero ponerme
en las manos de Dios más que nunca.
Pr. Heyssen J. Cordero Maraví
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